2 de Febrero. Domingo, Presentación del Señor.

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron el niño a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley : "Todo primogénito varón será consagrado al Señor", y también para ofrecer, como dice la ley,  "un par de tórtolas o dos pichones". Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón,varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo.
Cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: " Señor ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido,  porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".
El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras.
Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel ,como signo que provocará contradicción para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma".
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana.; De jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.