Este razonamiento que hace San Pablo en la carta a los romanos es bien conocido y parece de buena lógica y, de hecho, motiva la acción evangelizadora del cristiano.
No es necesario moverse mucho para encontrar una Decápolis cercana a nosotros: gente que no ha oído hablar de Jesús (entiéndase como objeto de fe), porque, de hecho, nadie les ha trasmitido el Evangelio (o, muy frecuentemente, su conocimiento del mismo es parcial y sesgado). Bien podemos, pues, pensar que el pasaje del evangelio de este domingo nos exhorta a “abrir los oídos” de aquellos mediante la evangelización. Muchas estrategias se plantean hoy en día, buscando la clave que permita acceder a los alejados del evangelio, pues somos conscientes de que el medio y el modo son relevantes (técnica y marketing son dos fundamentos del hacer de hoy) en un mundo que parece sordo a la palabra de la fe cristiana.
Precisamente, este evangelio de hoy parece una buena expresión de aquel salmo 126: “si el Señor no construye la ciudad, en vano se cansan los albañiles”; y es que por mucho que prediquemos, por muchas técnicas y marketing que empleemos, podemos desgastarnos y agotarnos ante una sordera contumaz, que habrá que sanar previamente para que pueda oírse el mensaje. Y esa sordera parece que sólo pueda sanarla Jesús mismo. No habría de entenderse que esto viene a significar nuestro silencio resignado, pues, “os aseguro que, si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,40), pero es preciso constatar que, junto con nuestra acción operante, la llamada personal de Jesús es la condición de la escucha.
Ahora bien, la pregunta pertinente cuando intentamos introducir a alguien en el evangelio es si esa llamada se da, a lo cual no tenemos respuesta fehaciente para el caso concreto. No obstante, sabiendo que el mismo Dios ha salido al encuentro del hombre en la historia y en toda la creación, en verdad podríamos afirmar que las mismas piedras gritan y que, ciertamente, la creación entera gime con dolores de parto […] esperando su liberación (Cfr. Rom 8); porque, ¿acaso las circunstancias de nuestro mundo y nuestra sociedad no son capaces de remover la conciencia, la reflexión y la búsqueda del hombre? ¿No será capaz el hombre de oír el grito y el clamor de la humanidad y de la misma naturaleza? ¿No es capaz el Dios encarnado en la historia y en la humanidad de hacerse presente al hombre, de tocarle, con los signos de los tiempos? ¿Acaso, no sólo sordera, sino también ceguera es lo que sufre el hombre, ante lo que sucede alrededor nuestro?
¿Qué respuesta nos evocan estas preguntas? Si en verdad Dios se revela al hombre en los acontecimientos de la historia – muchas veces de forma llamativamente dramática – y el hombre sigue sin ver ni oír, ¿será que el mismo Dios ha endurecido los corazones (“Estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de ellos. Pero, aunque había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en el, para que se cumpliera la palabra del profeta Isaías, que dijo: señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y a quien se ha revelado el brazo del señor? por eso no podían creer, porque Isaías dijo también: él ha cegado sus ojos y endurecido su corazón, para que no vean con los ojos y entiendan con el corazón, y se conviertan y yo los sane. (Jn 12,36b-40)?
No tenemos respuesta a esa posibilidad, pero es que, en realidad, la condición de la vista es la escucha previa: la escucha, en términos del evangelio, es previa a ver y reconocer. Y en este proceso, no cuentan primero los sentidos exteriores sino los interiores. El hombre ha de escuchar dentro de sí: aunque el oído exterior esté embotado, el hombre puede “escuchar” el silencio interior, ha de escuchar su mismo ser, su misma naturaleza como hombre. No es en la realidad exterior al hombre; es, en esa misma naturaleza humana, donde el Dios encarnado le habla primeramente, en su mismo ser, con el lenguaje de su mismo ser y existir. Si el sentido exterior está seco, ahí dentro aún permanece un manantial que, si abre, brotará hacia fuera, sanando los sentidos exteriores, para que pueda escuchar la palabra, y ver y reconocer en los acontecimientos a ese Jesús que le llama desde sí mismo. Lo que se abre al grito de “Effeta” no es el “oído”, es el ser de la persona. Ese abrirse es una recreación del hombre desde dentro de sí.
Se nos relata en un pasaje de Mateo el fracaso de los discípulos, que no habían sido capaces de curar a un muchacho epiléptico: “esa clase de demonios sólo sale con oración y ayuno” (Mt 10, 21). Nuestra encomienda evangelizadora, que trata con un espíritu difícil – el espíritu de este mundo de hoy –, requiere de oración previa, esto es, que sea Jesús mismo quien llame al hombre, y ayuno, esto es, que nuestra misma vida sea una vida orientada y animada desde el interior de nuestro mismo ser, desde nuestro manantial interior. Así, en realidad, es Dios mismo quien hace todo el trabajo, así que, que no decaiga el ánimo.
Fr. Ángel Romo Fraile
Casa de San Martín de Porres (Madrid)