Día: 7 de marzo de 2020

8 de marzo. Pautas para la homilía.

Estamos en el segundo domingo de Cuaresma, aún quedan muchos días de camino hasta la Pascua de Resurrección. Las lecturas que hemos escuchado nos invitan a abandonar la rutina cotidiana del día a día para adentrarnos en la aventura de buscar a Dios y unirnos a Él.

¡Qué bien estaba Abrán en su país, viviendo tranquilamente entre su gente! ¿Se puede pedir algo más para ser feliz? La respuesta es que sí: porque sólo Dios nos da la verdadera y auténtica felicidad, la que se obtiene formando parte de la Historia de la Salvación. Y eso es algo que Dios nos ofrece a todos: dejar la comodidad de la rutina, para vivir el Evangelio, trabajando por el bien común.

En efecto, Abrán, que sentía la seguridad de estar en su tierra y ahí tenía todo lo necesario para su bienestar, escuchó la voz de Dios, y emprendió el camino para fundar el pueblo de Israel, en el que muchos siglos más tarde nació nuestro Salvador. Así, Abrán se convirtió en un eslabón fundamental para nuestra felicidad. Y lo hizo dejando su rutina y poniéndose totalmente en manos de Dios. Y Dios fue fiel a su promesa.

Asimismo, hemos escuchado cómo Pablo le pide a Timoteo que se enfrente al duro trabajo de la construcción del Reino de Dios en este mundo. Y para ello Timoteo también debe dejar su cómoda vida rutinaria. Pero Pablo le dice que confíe, porque Dios le sostendrá con su gracia. También en esta lectura Dios nos pide que nos liberemos de nuestras comodidades para poder dar testimonio del Evangelio. Por difícil que a veces esto nos pueda resultar, sabemos que Dios nos sostiene con su amor todopoderoso. Porque, como hemos orado en el Salmo 32, «Él es nuestro auxilio y escudo».

Y todo esto nos conduce hacia el pasaje de la Transfiguración. La vida de los discípulos era relativamente cómoda mientras seguían a Jesús de pueblo en pueblo, escuchando su palabra. Pero, un buen día, Él pidió a sus tres discípulos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan, que le acompañaran a orar en la cima de un monte. Todos alguna vez hemos subido a una montaña. Y sabemos que no es fácil, porque nuestras piernas se cansan rápidamente, comenzamos a sudar y, al llegar a la cima, el aire frío azota nuestra cara.

Así, fatigados llegaron a la cumbre y se sentaron junto a Jesús a orar, mientras contemplaban la belleza del paisaje que se abría ante ellos. Y pronto se dieron cuenta de que el esfuerzo ascético que les había supuesto llegar ahí, había merecido la pena. Nos dicen los evangelistas que aquella oración fue tan profunda e intensa, que vieron cómo Jesús se mostraba ante ellos con toda su divinidad. ¿Estarían teniendo una alucinación? No, era real, pues vieron cómo las Sagradas Escrituras, representadas por Moisés –la Ley– y Elías –los profetas–, confirmaban que, en efecto, Jesús es Dios.

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8 de Marzo – II Domingo de cuaresma

Evangelio según san Mateo (Mt 17,1-9)

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.

Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.

Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman”. Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.

Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.